domingo, 25 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO A ESPAÑA...,.

SESENTA Y UNO
 Mientras en las Españas
seamos como somos
nunca dejaremos de ser
 odiadas marionetas.

Pues en los genes llevamos
ignorancias controladas
fanatismos enfermizos
más envidias heredadas.

Nuestras guerras son de siempre
con armas y sin armas
en dictaduras y partidocracias
el que no engaña nunca gana.

¡BASTA YA DE MIERDAS!
por injusticias y patrañas
porque el País merece
volver a ser ¡ESPAÑA!.
Eloy Peña.

viernes, 23 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO A LA MENTIRA...,.

 SESENTA
La mentira,
junto a la ignorancia y la muerte
son las únicas verdades
en esta vida.

Por ello,
triunfa la injusticia
la desigualdad y la picardía
para que tú cruz no sea la mía.

Entre sueños y pesadillas
penas o alegrías
suertes buenas y malas
en odios o en amores.

Caminos y ríos
que en el mar terminan
con subidas o bajadas
a pasos y corriendo.

Porque lo verdadero
se alimenta de dudas y de misterios
que están más allá de los cielos
algo que no llegamos ni podemos.

Mañana será otro día
que sume o reste
en el ciclo de nuestras vidas
las vuestras también la mía.
Eloy Peña.

miércoles, 21 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN EUROVISIÓN..,.


 
CINCUENTA Y NUEVE
El poema despierta
al alma dormida,
mientras pasa el tiempo
con sus noches y días.

Pues la vida es mentira
que en muerte termina,
por misterios y dudas
será tuya o mía.

Se matan o les matamos
con miserias y guerras,
pues nos ciegan
como armarios cerrados.

Cada uno a lo suyo
sin ser nada nuestro,
ni siquiera la canción
 camuflada en Eurovisión.

Concurso de ignorantes
con los judíos como amantes,
terrorismo para niños
mujeres y olvidos.

Se aleja la palabra
junto al viento y las nubes,
los animales se asustan
entre tantas patrañas.
Eloy Peña.

sábado, 17 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN CUERNOS NO SON ASTAS...,.

 

             CINCUENTA Y OCHO

Tú, yo y la cama...,

y, si me apuras, una almohada, ¡que para algo hay que hacer uso de todo!. Y no sólo soñamos despiertos, sino que nos proponemos agotarnos como si fuéramos maratonistas, pero sin salir del colchón. La luna nos observa, claro, porque está aburrida y no tiene nada mejor que hacer, mirando a dos locos amantes como si fuéramos un par de paletos en una película de bajo presupuesto. Pero bueno, ¿quién puede culparla? ¡A mí me pasa lo mismo con las telenovelas!

La dejé dormida,
sin ropa, claro, porque ¿quién necesita ropa cuando se puede dormir desnudo y libre, como el buen sentido común? Estaba destapada, como mi cuenta bancaria después de una semana de gastos. No quería despertarla mientras me marchaba, no vaya a ser que la despertara y empezáramos a hablar de esas cosas que hacen que las parejas se miren como si fueran dos extraños en un tren... ¡y no es un tren con destino a Disneylandia!

Salí camino de casa,
y claro, los míos me esperaban, como si fuera Navidad, pero sin los regalos, y con menos emoción. Las estrellas brillaban... o eso creía, porque ya ni siquiera sé si las estrellas son estrellas o si es mi vista que se está convirtiendo en una lámpara de 15 vatios.
Cuando llegué a casa, ¡oh sorpresa! No tenía llaves... ni tampoco una copia, ni el número de teléfono del cerrajero, ni siquiera un buen motivo para seguir insistiendo en la puerta. ¡Nada! Así que, en un arrebato de ingenio digno de un genio de la lucha libre, pegué una patada a la puerta como si fuera una escena de acción... hasta que saltó la alarma, claro, porque las puertas y yo no nos llevamos bien desde el día que intenté abrir una con el dedo meñique.

No sé si rugía la casa o si era el perro que estaba tomando clases de ópera, ¡pero sonaba como si estuviéramos rodando una película de terror! Los vecinos, que parecían haber salido de un casting para un programa de "Quién tiene los peores pijamas", empezaron a abrir sus puertas, mirando con esa cara de "¿Qué pasa aquí, que estamos en una película XXX", algunos en calzoncillos, otras en bragas. ¡Lo típico, vamos! Un miércoles cualquiera.

Entonces, mi amor,
saliste a la escalera con esa gracia que sólo se ve en las películas de terror, pero sin la banda sonora. Las legañas todavía colgaban de tus ojos como si fueran piezas de arte moderno, y en tu mano, una faja. ¡Sí, una faja! Parecía que ibas a hacer un discurso de campaña política a la española, o a iniciar una protesta por los derechos de las fajas, no sé. Pero claro, ¡nada dice "te amo" como una faja sucia en la mano!

Mi querida suegra,
sin la peluca puesta, lo cual ya te deja claro que el día no estaba siendo bueno para nadie. Su dentadura despegada daba más sustos que una película de suspense, y a mis muertos los nombraba como si fueran los protagonistas de un programa de televisión. ¡Te juro que hasta yo me asusté, y eso que soy un tipo que ve todo con humor!

Gritaban los niños,
los perros ladraban como si fuera la hora del "gran concierto", y yo ya estaba tan cansado que pensé en retirarme a la cama como un boxeador después del 15º round. No es que estuviera derrotado, pero las fuerzas se me escapaban como el aire de un neumático pinchado.

Me gusta el silencio,
ya sabes, el tipo de silencio que se da cuando todos dejan de gritar, cuando las quejas cesan, y hasta los perros se quedan sin palabras (lo cual es raro, porque siempre tienen algo que decir). Mi mujer a mi lado, con esa mirada de "¿A qué hora hacemos el amor?"... Pero, la verdad, querido, ya no tenía ganas. La energía había salido de mi cuerpo con la misma velocidad con la que se va el sentido común en una fiesta.

No soy un semental,
¡y mucho menos un queso suizo! Porque, francamente, no tengo agujeros por ningún lado (al menos no en la parte que interesa). Sólo soy un hombre de cama, y no porque me guste tanto dormir, sino porque es donde más cómodo me siento... hasta que alguien me llama, claro. Si alguien me llama... y si la llamada es importante, porque si es para venderme un seguro, no contéis conmigo.
 Eloy Peña.

miércoles, 14 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN CONTIGO Y SIN TI...,.

 

CINCUENTA Y SIETE

Hubiese bastado una mirada tuya en una tarde sin tiempo para que todo mi pasado se justificara, como se justifican las estaciones en Benidorm sin necesidad de relojes ni calendarios. Una sola cosa, apenas una, habría querido yo de esta vida prestada:
 haberte conocido.

Ahora que los almanaques amarillean en las paredes, y los relojes parecen dar vueltas hacia atrás, como si quisieran remediar lo irremediable, no me queda más remedio que rendirme. No ante el olvido, porque el olvido no se atreve conmigo, sino ante la certeza de que en esta vida, tú y yo fuimos apenas dos puntos cardinales
 destinados a no cruzarse nunca.

Nunca supe —ni sabré— si alguna vez exististe del modo en que los hombres esperan que existan las mujeres que los salvan. Tal vez fuiste una ilusión parida por la nostalgia, o un espejismo en la plaza polvorienta de un pueblo donde el tiempo huele a plátano maduro y a cartas nunca enviadas. Pero en medio del desfile de mujeres que cruzaron mi historia como trenes que no se detienen, siempre supe que no eras ninguna de ellas.
 Eras la que faltaba. Eras el hueco. Eras la ausencia que daba sentido al resto.

Te busqué como el aire busca al viento cuando se cansa de estar quieto. Como el agua que anhela volver a ser lluvia para caer una vez más en la tierra que la parió. Como el sueño que no se resigna a dormirse sin haber soñado antes. Como la noche que no sabe ser noche
 sin la promesa de un día.

Pero los designios del destino —ese viejo canalla que juega a los dados con Dios— no quisieron que nuestras sombras se rozaran en alguna esquina de París o bajo la ceiba milenaria Roma. No hubo cruce de caminos ni señales en las estrellas. Sólo hubo este seguir sin ti, este arrastrar tu nombre como un rezo que nadie enseñó, pero que todos pronuncian cuando están solos.

Y así, sin haberte conocido, te amé. Te amé con la terquedad con que se ama lo que nunca se toca. Te amé como se ama a los muertos: sin esperanza, pero con fidelidad. Te quise con la certeza de que en otra vida, tal vez menos rota, tú y yo nos habríamos amado sin preguntas ni respuestas.

Hasta siempre, amor mío.
Hasta donde vayas sin mí.
Pero llévate esto contigo:
aunque nunca fuiste real,
yo siempre fui tuyo. 
Eloy Peña.

martes, 13 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN UN MARTES TRECE...,.


CINCUENTA Y SEIS

Amanecía con un sol melancólico, de esos que parecen arrastrar siglos de silencios detrás de cada rayo. Yo, como todos los días desde que la soledad se instaló a vivir conmigo en el piso del barrio San Judas TBO, salí a la terraza a fumar el primer porro del día bajo en nicotina, todavía en pijama, con el alma húmeda de sueños mal cerrados.

Fue entonces cuando las vi.
Colgaban con una gravedad ceremoniosa del alambre oxidado, moviéndose apenas con la brisa tibia del Caribe, como si flotaran en un trance, suspendidas entre el olvido y la revelación. Eran unas bragas rojas, húmedas aún, con ese rojo intenso que sólo he visto en los pañuelos de los rojos anarquistas o en los atardeceres previos al desastre. Tenían la humildad de lo cotidiano, pero también el poder misterioso de los objetos destinados a cambiar el curso de una vida aún no vivida.

No eran simplemente bragas:
Eran una ofrenda.
Eran una promesa.
Eran el manifiesto de una mujer invisible que, sin proponérselo, había perturbado mi paz con la violencia suave del deseo.

Las imaginé pegadas a un cuerpo largo, de piernas torneadas por la genética o por los escalones de una casa antigua. Pensé en su dueña como en un personaje de las novelas que ya no escribo: sin rostro, pero con una historia trágica, tal vez huérfana de padre fusilado en la Guerra Civil, o descendiente de alguna mujer que murió esperando cartas de amor que nunca cruzaron el salado océano.

Con cada bocanada de humo, crecía mi delirio.
Pensaba en ella sin las bragas, cruzando el pasillo con la falda ligera, dejándose acariciar por el aire tibio de la mañana. Pensaba en la piel que las había tocado, en los muslos que habían abrazado, en la cadera que quizá danzaba al colgarlas sin pudor ante la mirada inocente de los gorriones.

Las bragas no eran un simple objeto colgado en la cuerda, no.
Eran un espejo —sí, un espejo de fantasía masculina y nostalgia colonial—, bordadas con gasas como alas de mariposa, con puntillas que recordaban las mantillas de las viudas de pueblo, con un aroma imaginado a jabón de coco y perfume barato.

No veía su rostro.
No necesitaba verlo.
Bastaba con esas bragas para entender que la belleza, cuando es sugerida y no mostrada, se vuelve un espectáculo mayor que un amanecer en Benidorm, que un mar enloquecido en Cartagena, que el clímax de una sinfonía en Viena.

Porque hay quien admira un cuadro, y quien llora con un poema.
Pero yo, en aquel momento sagrado de la mañana, supe sin duda alguna que no hay mejor arte, ni mejor misterio, ni mejor promesa, que una braga bien puesta. De lejos o de cerca. En la cuerda o en la carne. Porque despierta no sólo la fantasía, sino la memoria de todos los amores posibles que no llegaron a ser.
Eloy Peña.

domingo, 11 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN POEMA AL CAFÉ...,.

 

CINCUENTA Y CINCO

Antes de seguir caminando hacia el olvido o de detenernos en la esquina tibia del recuerdo —porque tú lo sabes y yo también, aunque no lo digamos nunca en voz alta—, te invito a un café. No es una invitación cualquiera, de esas que se disuelven con el vapor del día, sino una proposición ceremonial, como las que se hacían antes de cruzar un desierto o al despedirse antes de la guerra.

Un café. Aquí o allá.
En esta ciudad donde los relojes han olvidado dar la hora correcta, o en el más allá, donde las almas errantes tal vez necesiten compañía para no deshacerse del todo en el viento.
En París, donde el silencio
 pesa como una carta nunca enviada.
En Barcelona, donde las palabras flotan
 entre piedras antiguas.
En Nueva York, donde cada café parece sacado del sueño de un inmigrante.
O incluso en Pekín, donde cada sorbo,
 podría ser una plegaria.

Y si no queda otro remedio, que sea en el infierno —porque incluso allí, entre cenizas y condenados, un café contigo,
 sería un acto de redención.

Qué importa el lugar si en la taza hay calor y al frente estás tú, como en una aparición pactada por los dioses,
 menores del destino.
Solo, cortado, con leche; caliente como una promesa recién nacida o frío como las cartas que nunca llegaron.
Con azúcar o sin ella, como la vida misma.

Café. Cuatro letras que arden como un conjuro:

Caliente como los labios cuando mienten.

Amargo como la verdad dicha tarde.

Fuerte como una despedida.

Escaso como los besos que nos guardamos.

Como el amor que empieza sin permiso y el desamor que se queda sin avisar.
Como la ilusión que entra por la ventana mientras la desesperación,
 se cuela por la puerta.
Como el soñar profundo y el despertar sin ti.

Siempre cuatro letras —como si la existencia se tejiera en hebras de sílabas contadas:

Diosalmavidaamén,
lunaflorhoraaire,
dañohuirbesosexo...

Será, lo juro, sólo un café.
Pero uno que lleve en su aroma la nostalgia de los trenes que no tomamos y de las miradas que no sostuvimos el tiempo suficiente.

Quiero verte frente a mí, sin la interferencia metálica de los teléfonos ni los cortes de una señal que siempre falla en los momentos importantes.
Quiero oír tu voz,
 como era antes del ruido del mundo.
Ver si se asoma la risa o el llanto cuando tus ojos, tan tuyos y tan míos, encuentren los míos, ya cansados de esperar.

Y si eres de las que lo toman hirviendo, te ruego que esperes.
Que no te quemes los labios con la prisa, que no dejes cicatrices...
 que ningún olvido pueda curar.
Porque hay huellas que no se ven,
 pero laten bajo la piel.

Será sólo un café,
sin ataduras ni promesas, sin compromisos, sin juramentos de saliva que se evaporan
 antes de caer.

¡LO JURO!.

Un café que no pesa, que no se cobra.
Y si no puedes pagarlo, déjalo al debe,
que yo, como buen heredero de deudas viejas, 
sabré asumir la mía.

Porque tu vida —aunque no lo sepas—
 ha sido una deuda en mi alma,
una que adquirí cuando te vi por primera vez,
y quiero saldarla, aunque sea con este pequeño pacto de café.

No te hablo de lo que fue,
 ni de lo que pudo ser.
Te hablo de lo que es,
de este instante,
de esta taza que nos espera.

No te voy a llevar al río como el poema de antaño —aunque seas mozuela...
 y la noche sea propicia—
porque no quiero más promesas que esta:
que sea el último café.

Porque quizá no nos volvamos a ver,
y si eso ocurre, que al menos la última imagen que me lleve de ti
sea la de tu rostro al calor de la taza,
la de tu risa mezclándose
 con el aroma tostado del grano,
la de tu silencio diciendo más que todas las cartas que jamás escribimos.

El café estimula la mente,
despierta las almas dormidas,
y aunque no cura el amor,
sí lo vuelve más soportable.

Por eso, por este último deseo,
 te pido un café.
 Eloy Peña.

viernes, 9 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN ILUSIÓN POR INTERNET...,.

 

 CINCUENTA Y CUATRO


Pasa, muchacha del aire

El reloj de la estación aún marcaba la hora equivocada desde hacía quince años, pero eso no impidió que ella llegara puntual, como si el tiempo le obedeciera. No traía equipaje, sólo una cartera brillante y el paso firme de quien no ha sido vencida por el desencanto.

 Golpeó la puerta tres veces con los nudillos de marfil, y él, que llevaba horas esperándola sin esperanza, le abrió como si se tratara de una aparición.

—Pasa, muchacha —dijo—. No te quedes fuera. La noche está fría y los fantasmas rondan.

La casa olía a eucalipto seco, a papel viejo, a café rehecho de la mañana anterior. Era un lugar donde el tiempo se había asentado en los muebles como polvo que nadie se atreve a limpiar por miedo a borrar los recuerdos. Ella cruzó el umbral sin descalzarse, con la solemnidad de quien pisa un templo.

Él la miró con una mezcla de asombro y ternura. Era más alta de lo que imaginaba, más guapa también, con ese aire formal que no se anuncia en los mensajes de Internet.

—No pensé que vendrías —confesó él, acomodando la silla más firme para ella—. Pensé que todo era una broma de esas que se hacen por la red.

—Yo no bromeo —dijo ella, sin sonreír.

—¿Qué tomas? —preguntó él, como un camarero de otro siglo—. Tengo Coca-Cola sin gas, ron con historia, whisky con pena, cerveza tibia, café fuerte, o agua que ha esperado contigo.

Ella lo miró en silencio. No bebía. No fumaba. No sonreía. Venía por algo que no se puede servir en vasos de vidrio ni se compra en licorerías baratas.

—¿Tú hablabas de amor? —dijo él, casi como si preguntara por una enfermedad extinta—. ¿Qué es amor ahora? ¿Un nuevo trago de moda?

Ella no respondió. Había oído muchas definiciones, pero ninguna tan cínica. Entonces él, con la voz un poco temblorosa, como quien toca una herida abierta con la punta de los dedos, continuó:

—Si hablas del amor breve, del que se escurre como agua entre las sábanas, hace años que no lo práctico. Si hablas del otro, del que se queda, del que envejece contigo, aunque no se lave los dientes, ese... ese lo gasté con la mujer que me olvidó en una estación parecida a ésta.

Ella bajó la mirada.

—Me queda poco para dar —dijo él—. Tengo historias que no interesan a nadie, compañía sin promesas, amistad sin piel. No tengo besos, ni abrazos, ni ganas. Ya no soy de carne. Soy un recuerdo que respira.

—Y sin embargo, hablabas tan dulce en los mensajes...

—Porque por Internet uno es lo que quiere ser, no lo que es. Allí todavía soy joven, próspero, encantador. Aquí soy lo que queda.

Ella se levantó como si un viento la empujara.

—Ahora hablas de dinero —dijo él—. Eso no lo mencionaste antes. Si lo hubieras hecho, no habría preparado este lugar como se adorna una tumba. Yo no vendo ilusiones, muchacha. Sólo sirvo soledad.

Ella entendió. Guardó su voz en el bolso y caminó hacia la puerta.

—Espera —dijo él, hurgando en el bolsillo del chaleco—. No quiero que te vayas con las manos vacías. Toma esto.

Era una moneda antigua, de oro puro, del año en que nació la mentira. Se la entregó con solemnidad.

—Dicen que vale mucho —explicó—. Pero no lo sabrás hasta que la pierdas. Yo la he guardado toda mi vida. Hoy dejo de necesitarla.

Ella no dijo nada. Salió como vino: sin ruido, sin promesas, sin futuro.

Y él se quedó allí, sólo, en la casa donde ni los relojes se atreven ya a seguir andando.

Eloy Peña.

jueves, 1 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO AL PEDO...,.

 

CINCUENTA Y TRES

Fue hace unos días, aunque los días, cuando uno tiene la conciencia enredada con el pasado, no se cuentan como en el calendario. Era de tarde, o quizá de noche, en una casa adornada con lámparas que no daban luz, cuadros torcidos de paisajes que nadie había visto y un perfume a rosas plásticas que ofendía hasta a las flores verdaderas. Los anfitriones, una pareja más preocupada por el protocolo que por la vida, me habían invitado sin mucha gana y yo había aceptado con menos entusiasmo todavía, por aquello de no dejar pasar la ocasión de sentirme menos solo, aunque fuese por una noche.

La velada avanzaba como avanzan las procesiones aburridas: lenta, repetitiva, llena de silencios incómodos y sonrisas prestadas. Yo me refugiaba en mi copa, vacía y llena a la vez, mientras el murmullo de conversaciones sin alma giraba a mi alrededor como una mosca que no encuentra salida. Fue entonces, entre una carcajada fingida y un sorbo distraído, cuando ocurrió: el pedo. Un sonido breve, pero no tanto; tímido, pero no lo suficiente. No fue una explosión, sino una rendición.

La anfitriona, mujer de estómago contenido y alma estrecha, me miró con la intensidad de quien descubre una herejía. —¡No te da vergüenza! —exclamó, como si hubiese invocado al demonio en su sala. Y yo, con el pudor aún buscando refugio entre las costillas, le pregunté con voz de niño regañado: —¿Tú nunca te tiras pedos? Ella, erguida como estatua, respondió con una solemnidad que no merecía la ocasión: —¡No! A mí se me caen.

Volví a casa como vuelven los soldados vencidos: en silencio, con la dignidad arrugada en el bolsillo del pantalón y un par de copas habitando la lengua. Puse música que ya nadie escucha, me dejé caer en el sillón heredado de mi padre —que cruje como si él aún respirara en sus resortes—, y abrí una botella de J.B, sin hielo, porque el hielo es para los que aún tienen la esperanza de que algo se enfríe en su vida.

Encendí un cigarro, que sabía más a recuerdo que a tabaco, y me pregunté, con la melancolía entibiándome la voz:

 ¿Por qué se me escapó el pedo?

Y entonces, como quien toca una tecla equivocada en un viejo piano, se me desató una sinfonía de cosas que también se habían escapado.

Se me escapó la niñez, con sus medias rotas, sus zapatos sin cordones y su olor a tierra húmeda después de la lluvia. Se me escaparon los primeros amores, que eran todos el mismo disfraz con distinto perfume. Se escaparon los besos robados, los abrazos dados, y también los no dados por miedo o por orgullo.

La juventud, con sus promesas infladas y sus resacas inolvidables, también se me escurrió entre los dedos. Se me fue el primer sueldo, el primer trabajo que soñé eterno, las primeras veces de todo lo que ya no recuerdo con exactitud. Se me escaparon alegrías tan grandes que no cabían en los bolsillos, y tristezas tan densas que aún pesan en los párpados cuando llueve.

Los amigos del ayer, los que firmaban los cuadernos al final del curso con promesas de nunca olvidarse, también se escaparon. Se me fueron los vecinos que sabían mi nombre, los familiares que llenaban la mesa, las oportunidades que rechacé sin saber que no volverían. Se me fue el coche que adoraba y que odié, la casa donde nací, la que olía a sopa, a domingo, a madre viva.

Se me escaparon los trajes de las bodas, las corbatas de los entierros, los relojes que nunca marcaron la hora justa. Se me fue la timidez y, con ella, la posibilidad de ciertas historias. Se me escapó la noche de los bares, el ruido de los cabarets donde alguna vez soñé que era deseado. Se me escapó el viajar por placer, el comer sin culpa, el dormir sin pensar en el mañana.

Se me escapan las alarmas, los horarios, las fiestas que ya no celebro. Se me fueron muchas navidades llenas de ilusiones prestadas, muchos proyectos sin terminar, muchos engaños vestidos de democracia. Perdí la fe en los políticos, en los jueces, en los curas de sotana limpia y conciencia sucia.

Se me está escapando todo, incluso el tiempo, que antes corría y ahora simplemente cae, como una hoja seca. Se me escapan la memoria, los recuerdos, la capacidad de perdonar sin esfuerzo. Se me escapan los dientes, el pelo, la risa sin filtro. Se me escapa la paciencia, la bondad, el respeto que antes creía natural.

Y sin embargo, hay algo que no se ha escapado. Los que me quieren. Los que quiero. Esos siguen aquí, a pesar de todo. Con ellos, el alma aún encuentra dónde sentarse a descansar.

Entonces apagué el cigarro, miré la luna que colgaba torpemente del cielo como un farol olvidado, y me dije:

 ¿...Qué importa el pedo escapado,

. si ya se me ha escapado casi todo...?

Eloy Peña.

miércoles, 23 de abril de 2025

ELOY PEÑA RICO A BARCELONA EN SANT JORDI...,.

CINCUENTA Y DOS

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TE LO REGALO EN SAN JORDI

No es poema ni libro...

 son sólo recuerdos vividos en Barcelona.

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Barcelona, la Ciudad Condal…

              En el rincón íntimo de la memoria, donde los días se tiñen de oro y las sombras susurran historias, hay una ciudad que no se camina, se siente. Barcelona. Para quienes la han amado, es más que un lugar: es un perfume, una canción vieja, un sueño que no se disipa al despertar.

Mi yaya, con sus manos de encaje y voz de nana antigua, me llevaba en tardes de primavera a Las Golondrinas. Embarcábamos en esas naves de madera y melancolía, que crujían como las páginas de un cuento, rumbo al rompeolas. Allí, sobre las piedras cargadas de sal y secretos, veíamos al mar contar su historia en cada ola.

Barcelona era un mosaico de acentos y almas. Venían de todas partes: de olivares, de páramos secos, de costas donde la niebla acaricia los techos. Todos atraídos por una promesa simple y seductora: "la pela és la pela". Un mantra que latía entre las callejuelas y los mercados, más verdad que broma.

"Barcelona és bona si la bossa sona". Grafitis como proverbios, dichos de tendero que eran filosofía urbana. La ciudad era comercio, sí, pero también carnaval. Cada rincón tenía su voz, su ritmo.

La Fuente del Gato susurraba un pasado de abanicos y galantería. El Pueblo Español, testigo de la diversidad vestida de arquitectura. Carruseles girando como memorias, coches de choque con rugidos de infancia. Las fiestas de barrio eran libertad disfrazada de verbena, donde hasta la represión se diluía entre sardanas y farolillos.

Y la comida… oh, la comida. Un idioma de abrazos calientes. Pan con tomate, crujiente como hojarasca bajo los pies. Butifarras al fuego, caracoles con sabor a campo mojado, fideos con acento marino. La esqueixada, el alioli que hablaba con carácter. Panellets de infancia, coca de vigilia, crema catalana que rompía con un suspiro.

Porrones volaban como trofeos de alegría. Y al final, el carajillo: fuego pequeño que cerraba el día como punto final de una oda.

Montjuic, monte callado y sabio, velaba por la ciudad con ojos de abuelo. Le observa desde el otro lado el Tibidabo, desde su cima, el avión giraba entre la nostalgia y el deseo. El funicular trepaba cargado de carcajadas.

El Paralelo era una canción nocturna. El Molino, con sus aspas de luces, coronaba vedetes que desafiaban el olvido. Teatros como santuarios de la risa, la crítica y el suspiro.

El tranvía 55 tipo jardinera veraniega avanzaba majestuoso hacia los Baños de San Sebastián, donde el agua salada del mar y el cloro de sus piscinas tejían recuerdos. Metro, trolebús, funicular: una sinfonía urbana que hilaba destinos.

Y Gaudí. Genio sin igual. Su Sagrada Familia, oración tallada hacia las alturas. Murió por un tranvía, como si la ciudad, en un acto de amor trágico, lo absorbiera para siempre. Un destino que selló su obra con carne y eternidad.

Más allá, siempre al fondo, Montserrat. Montaña de dedos celestiales, esculpida por un dios que, rendido por la belleza, decidió no terminar la obra.

Barcelona era una ciudad con dos corazones taurinos, la Arenas y la Monumental, que dejaron de latir no por falta de sangre, sino por el estrépito lúcido de una razón que despertó tarde, y por la torpeza de unos valientes sin duende, que confundieron la muerte con el espectáculo, el arte con el sacrificio.

Mi primer verano fue un hechizo sin calendario. Comenzó una mañana de junio con sabor a helado derretido y siguió creciendo como una enredadera sin fin, atravesando julio, desbordando agosto, abrazando a septiembre con la fe de los que no quieren despedirse. Cuando llegó diciembre, aún caminaba descalzo por las baldosas de la infancia, convencido de que las vacaciones eran eternas.

La Costa Brava no era un lugar: era un espejo encantado que reflejaba más de lo que mostraba. En sus playas, los peces nadaban entre los tobillos de los niños y los recuerdos se sumergían como si fueran criaturas marinas, confundiendo el presente con la nostalgia. La arena no se pegaba al cuerpo, como si supiera que uno no pertenecía del todo a aquel paraíso prestado, aunque el alma rogara por quedarse.

Desde Lloret hasta Roses, pasando por Palamós y Sant Feliu de Guíxols, la carretera se enroscaba con 365 curvas, una por cada día que se soñaba con volver. En Tossa, el tiempo se detenía con puntualidad británica. En Playa de Aro, el hotel Miramar era una torre de babel de promesas, un altar al sol donde la felicidad venía incluida con el desayuno.

La Diagonal tenía la rebeldía de los jóvenes que aún no saben que van a envejecer. En el Bikini, entre pasos de twist y minigolfs delirantes, se gestaban romances de una noche y pactos eternos de amistad. En Sarrià, el 1.400 y los Marios no eran bares: eran portales a lo posible. Los clubes, atrevidos y sin pudor, cobijaban mujeres de carne tibia y sueños rotos, con carcajadas que sabían a ron, a tabaco y a madrugada.

Y al final siempre hay un final que parece un principio, estaba La Pérgola, donde se bailaba con una gracia extinta, y el Emporium Cabaret de Muntaner, donde las luces rojas titilaban como secretos en voz baja.

Barcelona era una ciudad donde el tiempo no pasaba, pero dejaba huellas hasta en el alma.

El estadio del Español en Sarrià era más que un campo: era una patria invisible donde se disputaban almas divididas, entre lo que se era y lo que se quería ser. Los viejos en la grada, con palillos como cetros y suspiros como banderas, resumían la existencia en tres palabras: "¡ná de ná!".

Había tardes en que Salvador Dalí bajaba por la calle de Tusset con su bigote como dos signos de interrogación, y un café humeante que parecía salido de un delirio. Yo, con la insolencia del que aún no sabe nada, me sentaba a su lado para escuchar nuestros silencios, fingiendo indiferencia, mientras él inventaba el tiempo en cada sorbo. Y Miró, siempre al fondo, pintando lunas mudas y silencios con forma de estrella. Dos pintores sin ser de pared.

En Balmes, con José Manuel Lara estuve en su editorial Planeta cara a cara en el 64. Él, intentaba que le vendiese su Biblia forrada en piel blanca con una gran cruz de estaño... y, yo, le dije que nanay del Paraguay. Porque la mía del Centro Cultural Ibérico era mejor que la suya… y, me fui.

El citado Lara, era bajito pero matón. Por ello, fue capitán franquista en la legión y, se busco la vida, haciendo de todo.  Carpintero, pintor y bailarín de revista, hasta que fundó su editorial Planeta.

Las calles carrets, con esa ternura que sólo tienen los nombres en boca ajena eran cauces de memoria, de adoquines gastados por pasos que no sabían volver. En el restaurante Tres Molinos se cocinaba un futuro que aún no tenía nombre: un joven Ferran Adrià en un bar de Castelldefels, entre pollos y fregando platos, ya soñaba con comerse el mundo.

Las granjas eran capillas sin santos donde se celebraba el rito matutino del desayuno. El Cacaolat era sangre dulce de infancia, el arroz con leche un consuelo heredado, la horchata un beso de verano embotellado, la crema catalana rompía el silencio con su crujido sagrado.

En las Ramblas, los marines tambaleaban sus destinos bajo la lluvia de luces y promesas efímeras. La policía militar repartía justicia como quien reparte relámpagos, y algunos marines, heridos por el azar, regresaban al mar sólo para morir en sus brazos, como si el océano, celoso, los reclamara.

Te lo cuento porque lo viví. Porque incluso bajo la sombra de Franco, cuando la censura era un muro de granito, había más luz que ahora, que ya no hay dictador, pero sí niebla.

El puerto ofrecía mundos y devolvía soledades. En el Barrio Chino no había chinos, pero sí mentiras con tacones. En Sarrià, en Paseo de Gracia, en Muntaner y Lesseps, el aire era más denso, más reservado, como si supiera algo que los demás no.

Mi primera mujer fue árabe y misteriosa, como un poema en otro alfabeto. Fue en un meublé del carrer Tápies. Por cuarenta pesetas descubrí que los libros no lo cuentan todo. Ella olía a azahar, yo apenas era un niño con vértigo de hombre.

En el internado o cárcel de las Escuelas Pías de Sarrià, el Padre Blanco medía el tiempo a golpes de regla y avemaría. Ramallets, el portero de los milagros del Barça, aparecía de vez en cuando, y nosotros lo mirábamos como quien mira a un Dios entre rezos.

 Una vez, por travieso, recibí una hostia sin consagrar. Lloré tanto que hasta los santos se taparon los ojos. El médico, con la furia de los justos, gritó al hijo de padre desconocido el cura:

“¡¡¡UN POCO MÁS Y TE LO CARGAS!!!”.

Montjuic era una fortaleza con memoria de pólvora. Allí murió Companys y jugamos nosotros, hasta que la Guardia Civil, con su voz de fusil, nos obligó a besar el suelo por culpa de unos presos fugados.

Los veranos en San Quintín de Mediona sabían a diez fuente frescas y tierra mojada. En San Sadurní, el cava entonces champán era un rito más que una bebida espumosa.

Barcelona era máquina y era vino, puerto y frontera. SEAT, TEXTIL, Serrat y Cugat en los tocadiscos, sueños de vinilo. En Semana Santa el silencio era de cristal, y la Navidad, un murmullo contenido. Nunca fui de uvas ni de cava. Lo mío era recordar.

Qué tristeza la de olvidar lo vivido. Los guateques de rubor contenido, los grises que eran más que colores, los serenos que sabían de todo y no decían nada. Los cobradores, más persistentes que el remordimiento. Los inspectores de hacienda, aves carroñeras con libreta.

El Barça en Les Corts no era un club. Era una misa con santos de piernas ágiles y fe de estadio: Ramallets, Kubala, Czibor, Evaristo, Tejada, Kocsis y más y más, que jugaban con el fútbol ¡NO! el fútbol con ellos... hasta que llegó Messi dios del balón.

Joaquín Blume hacía el Cristo en las anillas como si el cielo lo abrazara. Cuando cayó del aire con una avioneta, cayó también un país que soñaba con sus olimpiadas cómo las de Samaranch del 92. No como Madrid, pues sus inútiles gobernantes de PP nunca lo consiguieron, porque nunca estuvieron preparados.

Cataluña, tierra de gigantes y susurros, de poetas sin escuela y profetas con bigote. Para mí, todos ellos fueron campeones.

La Barcelona que se sueña con los ojos cerrados (en voz de quien recuerda como quien reza).

Barcelona, cuando se cierra los ojos, no desaparece: se enciende. Surge desde adentro como un latido antiguo, como un susurro que ha aprendido a hablar solo cuando el alma se queda en silencio.

Los cines eran catedrales de penumbra donde los pecados eran dulces y los milagros posibles. Allí, entre las sombras sagradas de la sesión continua, uno podía vivir tres vidas por el precio de una entrada y una Coca-Cola tibia. El NO-DO hablaba con la solemnidad de quien se cree inmortal, mientras la gente mascaba sus mentiras con resignación de domingo. Después venían dos películas, que se miraban entre montañas de pipas que estallaban como pólvora en los labios, chicles que sabían a primer beso, y besos que nacían al fondo de la sala, robados en la oscuridad como joyas sin dueño. ¿Te lo imaginas? Yo sí. Y lo viví.

El Barrio Gótico era un conjuro de piedra, una cápsula atrapada en los pliegues del tiempo. Su catedral no era un edificio: era un rezo petrificado. Y la Plaza del Rey guardaba secretos que ya no saben qué rey los pronunció. Por las noches, el Panams Club abría sus fauces de neón, y el Hotel Oriente, tan cerca de la comisaría, parecía un chiste escrito por un borracho feliz. En el Frontón Colón, las apuestas no eran sólo por el rojo o el azul: eran por la esperanza, por la rabia, por el sudor como ideología.

Hubo un tiempo, créeme, en que todo se veía por la radio. Las voces eran paisajes y las canciones, caminos. La televisión era aún virgen de mentira. Bastaban el sol, la luna y tres estrellas para entretener el alma. Y sin embargo, la ciudad lo tenía todo, porque lo soñaba todo.

La gran Exposición era una promesa cumplida, el Liceo vibraba con la garganta de Montserrat Caballé y José Carreras, la Boquería era un tapiz de olores y colores como si un jardín y una cocina se hubieran enamorado. La Plaza Cataluña latía en el centro del universo. Y las Ramblas de las Flores olían a primavera perpetua. Sant Jordi era el único día en que el amor se podía comprar con una moneda y regalar con una espina.

En el Mercado de San Antón, los Encantes eran el reino de los objetos sin memoria, donde uno podía reencontrarse con lo que no sabía que había perdido. La Estación de Francia era un templo de humo y despedidas. El tren a Madrid, ese de doce horas eternas, arrastraba los suspiros de una nación entera en cada silbido.

Quiero recordar, lo juro por los santos que ya no me escuchan, cómo fue cuando Barcelona conquistó el mundo en 1992. Madrid no pudo arrebatarle ese sueño, como tampoco pudo quitarle la gloria de 1952, cuando el Congreso Eucarístico transformó la ciudad en un altar, y los balcones se vistieron de sábanas blancas y devoción.

También fui soldado en Madrid y único chofer de mi quinta. Un joven sin certezas que condujo al general de la División Acorazada “Brunete número 1”, Alfonso Pérez Viñeta y a su familia.  Él, fue ascendido a Capitán General de la 4ª Región, Cataluña, yo fui licenciado. Se marchó con estrellas. Yo regresé con mis silencios de Estado Mayor.

Y ahora, ay, ahora me duele no poder contar lo que viví, no porque no lo recuerde, sino porque la memoria, como la lluvia de abril, borra primero lo que más ama. Lo llevo dentro, como quien guarda un país en un bolsillo roto, sabiendo que cualquier paso puede dejarlo caer.

Y cuando ya no me quedan palabras, cuando sólo la música me rescata, canto...:

Baixant de la Font del Gat

una noia, una noia;

Baixant de la Font del Gat

una noia i un soldat...

Y aunque la canción me pertenezca, aunque esta historia me habite como una fiebre mansa, grito, con la verdad de quien ha sido muchas cosas y ninguna:

¡NO SOY CATALÁN!

Tampoco, soy de aquí ni de allá.

Eloy Peña.  

lunes, 21 de abril de 2025

ELOY PEÑA RICO AL EX PAPA FRANCISCO...,.

CINCUENTA Y UNO

Francisco,
la resurrección camina descalza a tu lado,
como si siempre hubiese sabido
que tus dudas no eran sino misterios disfrazados de hombre.

Fuiste Papa, sí, pero también fuiste viento,
voz, sombra de campanas al amanecer.
Y ahora estás muerto,
en ese lugar sin relojes ni ventanas,
al que todos, sin excepción, iremos a parar
con la misma sorpresa del primer beso.

No soy nadie,
apenas un suspiro arrastrado por los pasillos del tiempo,
como para sentir lo que no se me ha revelado
ni repetir frases que no me han elegido.

Sólo sé, con la certeza con que florecen los campos tras la lluvia,
que te has ido para siempre,
a esperarnos en la frontera más remota de la infinita existencia,
donde las estrellas no mueren,
sino que eternamente, duermen.
Eloy Peña.