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CINCUENTA Y CINCO
Antes de seguir caminando hacia el olvido o de detenernos en la esquina tibia del recuerdo —porque tú lo sabes y yo también, aunque no lo digamos nunca en voz alta—, te invito a un café. No es una invitación cualquiera, de esas que se disuelven con el vapor del día, sino una proposición ceremonial, como las que se hacían antes de cruzar un desierto o al despedirse antes de la guerra.
Un café. Aquí o allá.
En esta ciudad donde los relojes han olvidado dar la hora correcta, o en el más allá, donde las almas errantes tal vez necesiten compañía para no deshacerse del todo en el viento.
En París, donde el silencio
pesa como una carta nunca enviada.
En Barcelona, donde las palabras flotan
entre piedras antiguas.
En Nueva York, donde cada café parece sacado del sueño de un inmigrante.
O incluso en Pekín, donde cada sorbo,
podría ser una plegaria.
Y si no queda otro remedio, que sea en el infierno —porque incluso allí, entre cenizas y condenados, un café contigo,
sería un acto de redención.
Qué importa el lugar si en la taza hay calor y al frente estás tú, como en una aparición pactada por los dioses,
menores del destino.
Solo, cortado, con leche; caliente como una promesa recién nacida o frío como las cartas que nunca llegaron.
Con azúcar o sin ella, como la vida misma.
Café. Cuatro letras que arden como un conjuro:
Caliente como los labios cuando mienten.
Amargo como la verdad dicha tarde.
Fuerte como una despedida.
Escaso como los besos que nos guardamos.
Como el amor que empieza sin permiso y el desamor que se queda sin avisar.
Como la ilusión que entra por la ventana mientras la desesperación,
se cuela por la puerta.
Como el soñar profundo y el despertar sin ti.
Siempre cuatro letras —como si la existencia se tejiera en hebras de sílabas contadas:
Dios, alma, vida, amén,
luna, flor, hora, aire,
daño, huir, beso, sexo...
Será, lo juro, sólo un café.
Pero uno que lleve en su aroma la nostalgia de los trenes que no tomamos y de las miradas que no sostuvimos el tiempo suficiente.
Quiero verte frente a mí, sin la interferencia metálica de los teléfonos ni los cortes de una señal que siempre falla en los momentos importantes.
Quiero oír tu voz,
como era antes del ruido del mundo.
Ver si se asoma la risa o el llanto cuando tus ojos, tan tuyos y tan míos, encuentren los míos, ya cansados de esperar.
Y si eres de las que lo toman hirviendo, te ruego que esperes.
Que no te quemes los labios con la prisa, que no dejes cicatrices...
que ningún olvido pueda curar.
Porque hay huellas que no se ven,
pero laten bajo la piel.
Será sólo un café,
sin ataduras ni promesas, sin compromisos, sin juramentos de saliva que se evaporan
antes de caer.
¡LO JURO!.
Un café que no pesa, que no se cobra.
Y si no puedes pagarlo, déjalo al debe,
que yo, como buen heredero de deudas viejas,
sabré asumir la mía.
Porque tu vida —aunque no lo sepas—
ha sido una deuda en mi alma,
una que adquirí cuando te vi por primera vez,
y quiero saldarla, aunque sea con este pequeño pacto de café.
No te hablo de lo que fue,
ni de lo que pudo ser.
Te hablo de lo que es,
de este instante,
de esta taza que nos espera.
No te voy a llevar al río como el poema de antaño —aunque seas mozuela...
y la noche sea propicia—
porque no quiero más promesas que esta:
que sea el último café.
Porque quizá no nos volvamos a ver,
y si eso ocurre, que al menos la última imagen que me lleve de ti
sea la de tu rostro al calor de la taza,
la de tu risa mezclándose
con el aroma tostado del grano,
la de tu silencio diciendo más que todas las cartas que jamás escribimos.
El café estimula la mente,
despierta las almas dormidas,
y aunque no cura el amor,
sí lo vuelve más soportable.
Por eso, por este último deseo,
te pido un café.
Eloy Peña.