martes, 13 de mayo de 2025

ELOY PEÑA RICO EN UN MARTES TRECE...,.


CINCUENTA Y SEIS

Amanecía con un sol melancólico, de esos que parecen arrastrar siglos de silencios detrás de cada rayo. Yo, como todos los días desde que la soledad se instaló a vivir conmigo en el piso del barrio San Judas TBO, salí a la terraza a fumar el primer porro del día bajo en nicotina, todavía en pijama, con el alma húmeda de sueños mal cerrados.

Fue entonces cuando las vi.
Colgaban con una gravedad ceremoniosa del alambre oxidado, moviéndose apenas con la brisa tibia del Caribe, como si flotaran en un trance, suspendidas entre el olvido y la revelación. Eran unas bragas rojas, húmedas aún, con ese rojo intenso que sólo he visto en los pañuelos de los rojos anarquistas o en los atardeceres previos al desastre. Tenían la humildad de lo cotidiano, pero también el poder misterioso de los objetos destinados a cambiar el curso de una vida aún no vivida.

No eran simplemente bragas:
Eran una ofrenda.
Eran una promesa.
Eran el manifiesto de una mujer invisible que, sin proponérselo, había perturbado mi paz con la violencia suave del deseo.

Las imaginé pegadas a un cuerpo largo, de piernas torneadas por la genética o por los escalones de una casa antigua. Pensé en su dueña como en un personaje de las novelas que ya no escribo: sin rostro, pero con una historia trágica, tal vez huérfana de padre fusilado en la Guerra Civil, o descendiente de alguna mujer que murió esperando cartas de amor que nunca cruzaron el salado océano.

Con cada bocanada de humo, crecía mi delirio.
Pensaba en ella sin las bragas, cruzando el pasillo con la falda ligera, dejándose acariciar por el aire tibio de la mañana. Pensaba en la piel que las había tocado, en los muslos que habían abrazado, en la cadera que quizá danzaba al colgarlas sin pudor ante la mirada inocente de los gorriones.

Las bragas no eran un simple objeto colgado en la cuerda, no.
Eran un espejo —sí, un espejo de fantasía masculina y nostalgia colonial—, bordadas con gasas como alas de mariposa, con puntillas que recordaban las mantillas de las viudas de pueblo, con un aroma imaginado a jabón de coco y perfume barato.

No veía su rostro.
No necesitaba verlo.
Bastaba con esas bragas para entender que la belleza, cuando es sugerida y no mostrada, se vuelve un espectáculo mayor que un amanecer en Benidorm, que un mar enloquecido en Cartagena, que el clímax de una sinfonía en Viena.

Porque hay quien admira un cuadro, y quien llora con un poema.
Pero yo, en aquel momento sagrado de la mañana, supe sin duda alguna que no hay mejor arte, ni mejor misterio, ni mejor promesa, que una braga bien puesta. De lejos o de cerca. En la cuerda o en la carne. Porque despierta no sólo la fantasía, sino la memoria de todos los amores posibles que no llegaron a ser.
Eloy Peña.