CINCUENTA Y CUATRO
Pasa, muchacha del aire
El reloj de la estación aún marcaba la hora equivocada desde hacía quince años, pero eso no impidió que ella llegara puntual, como si el tiempo le obedeciera. No traía equipaje, sólo una cartera brillante y el paso firme de quien no ha sido vencida por el desencanto.
Golpeó la puerta tres veces con los nudillos de
marfil, y él, que llevaba horas esperándola sin esperanza, le abrió como si se
tratara de una aparición.
—Pasa,
muchacha —dijo—. No te quedes fuera. La noche está fría y los fantasmas rondan.
La
casa olía a eucalipto seco, a papel viejo, a café rehecho de la mañana
anterior. Era un lugar donde el tiempo se había asentado en los muebles como
polvo que nadie se atreve a limpiar por miedo a borrar los recuerdos. Ella
cruzó el umbral sin descalzarse, con la solemnidad de quien pisa un templo.
Él
la miró con una mezcla de asombro y ternura. Era más alta de lo que imaginaba,
más guapa también, con ese aire formal que no se anuncia en los mensajes de
Internet.
—No
pensé que vendrías —confesó él, acomodando la silla más firme para ella—. Pensé
que todo era una broma de esas que se hacen por la red.
—Yo
no bromeo —dijo ella, sin sonreír.
—¿Qué
tomas? —preguntó él, como un camarero de otro siglo—. Tengo Coca-Cola sin gas,
ron con historia, whisky con pena, cerveza tibia, café fuerte, o agua que ha
esperado contigo.
Ella
lo miró en silencio. No bebía. No fumaba. No sonreía. Venía por algo que no se
puede servir en vasos de vidrio ni se compra en licorerías baratas.
—¿Tú
hablabas de amor? —dijo él, casi como si preguntara por una enfermedad
extinta—. ¿Qué es amor ahora? ¿Un nuevo trago de moda?
Ella
no respondió. Había oído muchas definiciones, pero ninguna tan cínica. Entonces
él, con la voz un poco temblorosa, como quien toca una herida abierta con la
punta de los dedos, continuó:
—Si
hablas del amor breve, del que se escurre como agua entre las sábanas, hace
años que no lo práctico. Si hablas del otro, del que se queda, del que envejece
contigo, aunque no se lave los dientes, ese... ese lo gasté con la mujer que me
olvidó en una estación parecida a ésta.
Ella
bajó la mirada.
—Me
queda poco para dar —dijo él—. Tengo historias que no interesan a nadie,
compañía sin promesas, amistad sin piel. No tengo besos, ni abrazos, ni ganas.
Ya no soy de carne. Soy un recuerdo que respira.
—Y
sin embargo, hablabas tan dulce en los mensajes...
—Porque
por Internet uno es lo que quiere ser, no lo que es. Allí todavía soy joven,
próspero, encantador. Aquí soy lo que queda.
Ella
se levantó como si un viento la empujara.
—Ahora
hablas de dinero —dijo él—. Eso no lo mencionaste antes. Si lo hubieras hecho,
no habría preparado este lugar como se adorna una tumba. Yo no vendo ilusiones,
muchacha. Sólo sirvo soledad.
Ella
entendió. Guardó su voz en el bolso y caminó hacia la puerta.
—Espera
—dijo él, hurgando en el bolsillo del chaleco—. No quiero que te vayas con las
manos vacías. Toma esto.
Era
una moneda antigua, de oro puro, del año en que nació la mentira. Se la entregó
con solemnidad.
—Dicen
que vale mucho —explicó—. Pero no lo sabrás hasta que la pierdas. Yo la he
guardado toda mi vida. Hoy dejo de necesitarla.
Ella
no dijo nada. Salió como vino: sin ruido, sin promesas, sin futuro.
Y
él se quedó allí, sólo, en la casa donde ni los relojes se atreven ya a seguir
andando.
Eloy Peña.