CINCUENTA Y DOS
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TE LO REGALO EN SAN JORDI
No es poema ni libro...
son sólo recuerdos vividos en Barcelona.
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Barcelona,
la Ciudad Condal…
En el rincón íntimo de la
memoria, donde los días se tiñen de oro y las sombras susurran historias, hay
una ciudad que no se camina, se siente. Barcelona. Para quienes la han amado,
es más que un lugar: es un perfume, una canción vieja, un sueño que no se
disipa al despertar.
Mi yaya, con sus manos
de encaje y voz de nana antigua, me llevaba en tardes de primavera a Las
Golondrinas. Embarcábamos en esas naves de madera y melancolía, que crujían
como las páginas de un cuento, rumbo al rompeolas. Allí, sobre las piedras
cargadas de sal y secretos, veíamos al mar contar su historia en cada ola.
Barcelona era un
mosaico de acentos y almas. Venían de todas partes: de olivares, de páramos
secos, de costas donde la niebla acaricia los techos. Todos atraídos por una
promesa simple y seductora: "la pela és la pela". Un mantra que latía
entre las callejuelas y los mercados, más verdad que broma.
"Barcelona és bona si la bossa sona". Grafitis como proverbios, dichos de tendero que eran filosofía urbana. La ciudad era comercio, sí, pero también carnaval. Cada rincón tenía su voz, su ritmo.
La Fuente del Gato
susurraba un pasado de abanicos y galantería. El Pueblo Español, testigo de la
diversidad vestida de arquitectura. Carruseles girando como memorias, coches de
choque con rugidos de infancia. Las fiestas de barrio eran libertad disfrazada
de verbena, donde hasta la represión se diluía entre sardanas y farolillos.
Y la comida… oh, la
comida. Un idioma de abrazos calientes. Pan con tomate, crujiente como
hojarasca bajo los pies. Butifarras al fuego, caracoles con sabor a campo
mojado, fideos con acento marino. La esqueixada, el alioli que hablaba con
carácter. Panellets de infancia, coca de vigilia, crema catalana que rompía con
un suspiro.
Porrones volaban como
trofeos de alegría. Y al final, el carajillo: fuego pequeño que cerraba el día
como punto final de una oda.
Montjuic, monte callado
y sabio, velaba por la ciudad con ojos de abuelo. Le observa desde el otro
lado el Tibidabo, desde su cima, el
avión giraba entre la nostalgia y el deseo. El funicular trepaba cargado de
carcajadas.
El Paralelo era una
canción nocturna. El Molino, con sus aspas de luces, coronaba vedetes que
desafiaban el olvido. Teatros como santuarios de la risa, la crítica y el
suspiro.
El tranvía 55 tipo jardinera veraniega
avanzaba majestuoso hacia los Baños de San Sebastián, donde el agua salada del
mar y el cloro de sus piscinas tejían recuerdos. Metro, trolebús, funicular:
una sinfonía urbana que hilaba destinos.
Y Gaudí. Genio sin
igual. Su Sagrada Familia, oración tallada hacia las alturas. Murió por un
tranvía, como si la ciudad, en un acto de amor trágico, lo absorbiera para
siempre. Un destino que selló su obra con carne y eternidad.
Más allá, siempre al
fondo, Montserrat. Montaña de dedos celestiales, esculpida por un dios que,
rendido por la belleza, decidió no terminar la obra.
Barcelona era una
ciudad con dos corazones taurinos, la Arenas y la Monumental, que dejaron de
latir no por falta de sangre, sino por el estrépito lúcido de una razón que
despertó tarde, y por la torpeza de unos valientes sin duende, que confundieron
la muerte con el espectáculo, el arte con el sacrificio.
Mi primer verano fue un
hechizo sin calendario. Comenzó una mañana de junio con sabor a helado
derretido y siguió creciendo como una enredadera sin fin, atravesando julio,
desbordando agosto, abrazando a septiembre con la fe de los que no quieren
despedirse. Cuando llegó diciembre, aún caminaba descalzo por las baldosas de
la infancia, convencido de que las vacaciones eran eternas.
La Costa Brava no era
un lugar: era un espejo encantado que reflejaba más de lo que mostraba. En sus
playas, los peces nadaban entre los tobillos de los niños y los recuerdos se
sumergían como si fueran criaturas marinas, confundiendo el presente con la nostalgia.
La arena no se pegaba al cuerpo, como si supiera que uno no pertenecía del todo
a aquel paraíso prestado, aunque el alma rogara por quedarse.
Desde Lloret hasta
Roses, pasando por Palamós y Sant Feliu de Guíxols, la carretera se enroscaba
con 365 curvas, una por cada día que se soñaba con volver. En Tossa, el tiempo
se detenía con puntualidad británica. En Playa de Aro, el hotel Miramar era una
torre de babel de promesas, un altar al sol donde la felicidad venía incluida
con el desayuno.
La Diagonal tenía la
rebeldía de los jóvenes que aún no saben que van a envejecer. En el Bikini,
entre pasos de twist y minigolfs delirantes, se gestaban romances de una noche
y pactos eternos de amistad. En Sarrià, el 1.400 y los Marios no eran bares: eran
portales a lo posible. Los clubes, atrevidos y sin pudor, cobijaban mujeres de
carne tibia y sueños rotos, con carcajadas que sabían a ron, a tabaco y a
madrugada.
Y al final siempre hay
un final que parece un principio, estaba La Pérgola, donde se bailaba con una
gracia extinta, y el Emporium Cabaret de Muntaner, donde las luces rojas
titilaban como secretos en voz baja.
Barcelona era una
ciudad donde el tiempo no pasaba, pero dejaba huellas hasta en el alma.
El estadio del Español en Sarrià era más que un campo: era una patria invisible donde se disputaban almas divididas, entre lo que se era y lo que se quería ser. Los viejos en la grada, con palillos como cetros y suspiros como banderas, resumían la existencia en tres palabras: "¡ná de ná!".
Había tardes en que
Salvador Dalí bajaba por la calle de Tusset con su bigote como dos signos de
interrogación, y un café humeante que parecía salido de un delirio. Yo, con la
insolencia del que aún no sabe nada, me sentaba a su lado para escuchar
nuestros silencios, fingiendo indiferencia, mientras él inventaba el tiempo en
cada sorbo. Y Miró, siempre al fondo, pintando lunas mudas y silencios con
forma de estrella. Dos pintores sin ser de pared.
En Balmes, con José
Manuel Lara estuve en su editorial Planeta cara a cara en el 64. Él, intentaba
que le vendiese su Biblia forrada en piel blanca con una gran cruz de estaño...
y, yo, le dije que nanay del Paraguay. Porque la mía del Centro Cultural
Ibérico era mejor que la suya… y, me fui.
El citado Lara, era
bajito pero matón. Por ello, fue capitán franquista en la legión y, se busco la
vida, haciendo de todo. Carpintero,
pintor y bailarín de revista, hasta que fundó su editorial Planeta.
Las calles carrets, con
esa ternura que sólo tienen los nombres en boca ajena eran cauces de memoria,
de adoquines gastados por pasos que no sabían volver. En el restaurante Tres
Molinos se cocinaba un futuro que aún no tenía nombre: un joven Ferran Adrià en
un bar de Castelldefels, entre pollos y fregando platos, ya soñaba con comerse
el mundo.
Las granjas eran
capillas sin santos donde se celebraba el rito matutino del desayuno. El
Cacaolat era sangre dulce de infancia, el arroz con leche un consuelo heredado,
la horchata un beso de verano embotellado, la crema catalana rompía el silencio
con su crujido sagrado.
En las Ramblas, los
marines tambaleaban sus destinos bajo la lluvia de luces y promesas efímeras.
La policía militar repartía justicia como quien reparte relámpagos, y algunos
marines, heridos por el azar, regresaban al mar sólo para morir en sus brazos,
como si el océano, celoso, los reclamara.
Te lo cuento porque lo
viví. Porque incluso bajo la sombra de Franco, cuando la censura era un muro de
granito, había más luz que ahora, que ya no hay dictador, pero sí niebla.
El puerto ofrecía
mundos y devolvía soledades. En el Barrio Chino no había chinos, pero sí
mentiras con tacones. En Sarrià, en Paseo de Gracia, en Muntaner y Lesseps, el
aire era más denso, más reservado, como si supiera algo que los demás no.
Mi primera mujer fue
árabe y misteriosa, como un poema en otro alfabeto. Fue en un meublé del carrer
Tápies. Por cuarenta pesetas descubrí que los libros no lo cuentan todo. Ella
olía a azahar, yo apenas era un niño con vértigo de hombre.
En el internado o cárcel
de las Escuelas Pías de Sarrià, el Padre Blanco medía el tiempo a golpes de
regla y avemaría. Ramallets, el portero de los milagros del Barça, aparecía de
vez en cuando, y nosotros lo mirábamos como quien mira a un Dios entre rezos.
Una vez, por travieso, recibí una hostia sin
consagrar. Lloré tanto que hasta los santos se taparon los ojos. El médico, con
la furia de los justos, gritó al hijo de padre desconocido el cura:
“¡¡¡UN
POCO MÁS Y TE LO CARGAS!!!”.
Montjuic era una
fortaleza con memoria de pólvora. Allí murió Companys y jugamos nosotros, hasta
que la Guardia Civil, con su voz de fusil, nos obligó a besar el suelo por
culpa de unos presos fugados.
Los veranos en San
Quintín de Mediona sabían a diez fuente frescas y tierra mojada. En San
Sadurní, el cava entonces champán era un rito más que una bebida espumosa.
Barcelona era máquina y
era vino, puerto y frontera. SEAT, TEXTIL, Serrat y Cugat en los tocadiscos,
sueños de vinilo. En Semana Santa el silencio era de cristal, y la Navidad, un
murmullo contenido. Nunca fui de uvas ni de cava. Lo mío era recordar.
Qué tristeza la de
olvidar lo vivido. Los guateques de rubor contenido, los grises que eran más
que colores, los serenos que sabían de todo y no decían nada. Los cobradores,
más persistentes que el remordimiento. Los inspectores de hacienda, aves
carroñeras con libreta.
El Barça en Les Corts
no era un club. Era una misa con santos de piernas ágiles y fe de estadio:
Ramallets, Kubala, Czibor, Evaristo, Tejada, Kocsis y más y más, que jugaban
con el fútbol ¡NO! el fútbol con ellos... hasta que llegó Messi dios del balón.
Joaquín Blume hacía el
Cristo en las anillas como si el cielo lo abrazara. Cuando cayó del aire con
una avioneta, cayó también un país que soñaba con sus olimpiadas cómo las de
Samaranch del 92. No como Madrid, pues sus inútiles gobernantes de PP nunca lo
consiguieron, porque nunca estuvieron preparados.
Cataluña, tierra de
gigantes y susurros, de poetas sin escuela y profetas con bigote. Para mí,
todos ellos fueron campeones.
La Barcelona que se
sueña con los ojos cerrados (en voz de quien recuerda como quien reza).
Barcelona, cuando se
cierra los ojos, no desaparece: se enciende. Surge desde adentro como un latido
antiguo, como un susurro que ha aprendido a hablar solo cuando el alma se queda
en silencio.
Los cines eran catedrales de penumbra donde los pecados eran dulces y los milagros posibles. Allí, entre las sombras sagradas de la sesión continua, uno podía vivir tres vidas por el precio de una entrada y una Coca-Cola tibia. El NO-DO hablaba con la solemnidad de quien se cree inmortal, mientras la gente mascaba sus mentiras con resignación de domingo. Después venían dos películas, que se miraban entre montañas de pipas que estallaban como pólvora en los labios, chicles que sabían a primer beso, y besos que nacían al fondo de la sala, robados en la oscuridad como joyas sin dueño. ¿Te lo imaginas? Yo sí. Y lo viví.
El Barrio Gótico era un
conjuro de piedra, una cápsula atrapada en los pliegues del tiempo. Su catedral
no era un edificio: era un rezo petrificado. Y la Plaza del Rey guardaba
secretos que ya no saben qué rey los pronunció. Por las noches, el Panams Club
abría sus fauces de neón, y el Hotel Oriente, tan cerca de la comisaría,
parecía un chiste escrito por un borracho feliz. En el Frontón Colón, las
apuestas no eran sólo por el rojo o el azul: eran por la esperanza, por la
rabia, por el sudor como ideología.
Hubo un tiempo, créeme,
en que todo se veía por la radio. Las voces eran paisajes y las canciones,
caminos. La televisión era aún virgen de mentira. Bastaban el sol, la luna y
tres estrellas para entretener el alma. Y sin embargo, la ciudad lo tenía todo,
porque lo soñaba todo.
La gran Exposición era
una promesa cumplida, el Liceo vibraba con la garganta de Montserrat Caballé y
José Carreras, la Boquería era un tapiz de olores y colores como si un jardín y
una cocina se hubieran enamorado. La Plaza Cataluña latía en el centro del
universo. Y las Ramblas de las Flores olían a primavera perpetua. Sant Jordi
era el único día en que el amor se podía comprar con una moneda y regalar con
una espina.
En el Mercado de San Antón, los Encantes eran el reino de los objetos sin memoria, donde uno podía reencontrarse con lo que no sabía que había perdido. La Estación de Francia era un templo de humo y despedidas. El tren a Madrid, ese de doce horas eternas, arrastraba los suspiros de una nación entera en cada silbido.
Quiero recordar, lo
juro por los santos que ya no me escuchan, cómo fue cuando Barcelona conquistó
el mundo en 1992. Madrid no pudo arrebatarle ese sueño, como tampoco pudo
quitarle la gloria de 1952, cuando el Congreso Eucarístico transformó la ciudad
en un altar, y los balcones se vistieron de sábanas blancas y devoción.
También fui soldado en
Madrid y único chofer de mi quinta. Un joven sin certezas que condujo al
general de la División Acorazada “Brunete número 1”, Alfonso Pérez Viñeta y a
su familia. Él, fue ascendido a Capitán
General de la 4ª Región, Cataluña, yo fui licenciado. Se marchó con estrellas.
Yo regresé con mis silencios de Estado Mayor.
Y ahora, ay, ahora me
duele no poder contar lo que viví, no porque no lo recuerde, sino porque la
memoria, como la lluvia de abril, borra primero lo que más ama. Lo llevo
dentro, como quien guarda un país en un bolsillo roto, sabiendo que cualquier
paso puede dejarlo caer.
Y cuando ya no me
quedan palabras, cuando sólo la música me rescata, canto...:
Baixant
de la Font del Gat
una
noia, una noia;
Baixant
de la Font del Gat
una
noia i un soldat...
Y aunque la canción me
pertenezca, aunque esta historia me habite como una fiebre mansa, grito, con la
verdad de quien ha sido muchas cosas y ninguna:
¡NO
SOY CATALÁN!
Tampoco,
soy de aquí ni de allá.
Eloy Peña.